
Estamos en este mundo, pero no somos parte de él. Es decir, estamos aquí pero no para vivir conforme al sistema de este mundo. Alrededor de nosotros hay toda clase de personas, muchas de ellas andan en camino de muerte y hacen de continuo el mal. Es triste, pero la verdad es que son esclavos de su propio pecado y llegan al extremo de alegrarse de sus transgresiones.Muchas veces nos enfrentamos a situaciones en las cuales nos podemos sentir tentados a ser parte del sistema, a seguir el consejo de los malos, a andar con ellos (acompañándolos, quizá, pero finalmente andando con ellos) en sus caminos, a alejar de nosotros todo sentimiento de compasión y cambiarlo por un sentimiento egoísta de indiferencia. Es en esos momentos cuando tenemos que recordar que la gran diferencia entre el mundo y los cristianos no son las posesiones, los cargos, los estudios o los éxitos alcanzados. La gran diferencia es nuestro destino: ser como árboles plantados junto a corrientes de aguas que dan su fruto en su tiempo y cuya hoja no cae. Esa es la gran diferencia. Tenemos a Cristo en nuestro corazón y no podemos reemplazarlo por las migajas de la aceptación de los demás o por las limosnas de un mal llamado "éxito". Porque aquel cuyo pensamiento persevera en el Señor prosperará en todo lo que hace. Dios promete prosperidad a sus hijos. No una prosperidad cualquiera, sino una prosperidad que viene de Él. Una prosperidad que puede abarcar todas las cosas materiales, intelectuales y emocionales en la que podemos poner nuestros ojos; pero que fundamentalmente se extiende hacia una felicidad tomada de la mano del Señor y que perdurará por TODA la eternidad.
Gloria a Dios!!!.
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